agricultura de secano 2001
Sus primeros años tuvieron unos límites geográficos circunscritos a la casa-hogar, al colegio, distante cuarenta metros de la casa y a las escasas salidas a bodas, bautizos y comuniones.
Sus padres mantenían una tosca forma de comunicarse, donde los sentimientos no tenían lugar porque el instinto de supervivencia los consideraba un lujo. Después, pasados los años, fue ese mismo instinto el que perduró porque no habían aprendido nada más: los telemandos, móviles, televisores o lavadoras los consideraron un despilfarro del que arrepentirse cuando las cosas se ponían mal: almacenaron víveres en el golpe de estado del 81 como para resistir un ataque nuclear.
Jamás intercambiaban frases que no significaran algo importante para llegar al día siguiente, dejando las ilusiones para la literatura, devorando libros en los ratos libres, contrariando las costumbres del pequeño pueblo poco dadas a perder el tiempo leyendo.
Pero, al contrario que otras generaciones no buscaban en esas historias algo para completar su vida sino para salirse de ella: cerrar la puerta a la realidad y subir por la escalera de las palabras: insaciablemente tenaces, aprovechando cualquier momento con las manos y la vista libres para llevarse alguna historia imaginada por otros.
Jamás habían intercambiado ninguna frase aduladora entre los dos, a las cocinas agasajadas por los invitados siempre se le encontraba un pero, los santos, cumpleaños o navidades eran recompensados con un beso de débito familiar, como un exceso administrable no más de cuatro veces por año en un afán por ahorrar sacado de sus menesteres básicos de comida y cobijo y llevado a unas relaciones personales escuetas, áridas y sordas.
Años después creyó convincente la explicación de que aquella dureza era debida al entorno de secano que caracterizaba al pequeño pueblo, que no es lo mismo tener agua cuando la necesitas que mirar al cielo a ver que cae y no cae: cuando se riegan las plantas se riegan también las personas. Las relaciones familiares, por tanto, deberían ser distintas en los pueblos de regadío o a la orilla del mar, pensando para sí en un mundo húmedo y táctil frente a otro áspero donde las relaciones eran como los garbanzos.
Un día, sin embargo, su padre, tal vez entusiasmado en una nueva lectura o tras varios ensayos en silencio, de pronto le dijo a su esposa:
- Eres maravillosa.
Su madre tuvo flojera de piernas durante unos instantes y se electrizó: se lo contó a sus hijos una y otra vez, incluso con su marido delante, rompiendo todas las reglas hasta entonces válidas.
El patriarca intentó cortar aquel vodevil y sufrió la oposición del resto de la tribu.
Entonces, nuestro héroe se atrevió a preguntarle a su padre por qué no se lo decía más veces, buscando tal vez que no se cerrara aquella ventana que tan fresca brisa traía al hogar, confiando, tal vez, en no tener que esperar algunos años a que se repitiera o dejarlo –tal y como ocurrió- como una extravagancia única en toda una vida de garbanzos familiares.
Porque ya lo sabe, respondió.
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