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curriculum 05-20

Estamos en 1956 en Godelleta. El poder que la gente tiene interiorizado es el de la dictadura y de la iglesia. Ambos se complementan para domesticar, atemorizar y esclavizar a la gente.

A pesar de estar a tan solo 29 km. de la capital, Valencia, el autobús sale por la mañana y regresa por la tarde con muy pocos pasajeros.

La gente solamente lo usa cuando es de extrema necesidad.

El cobrador del autobús  es el tío Perico. En el pueblo a todos los hombres mayores  se les nombra con el prefijo tío delante.

El tío Perico se encarga de hacer encargos de todo el mundo, y todo lo anota en su libreta. Todo es todo: telas, zapatos, aparejos agrícolas, etc.

Cuando llega el autobús a la plaza acude toda la gente que tiene pendiente algún encargo y, la espera constituye un encuentro social diario al atardecer.

Después hay recogida de objetos, cobros y pagos por parte de todos que el tío Perico resuelve sin error alguno en un clima paternalista y protector.

Al terminar de resolver los encargos, la gente vuelve a sus casas y la plaza se queda casi vacía a excepción de unos cuántos hombres mayores cuya única manera de hacer vida social consiste en estar en la puerta del casino del pueblo a ver lo que pasa hasta que se hace hora de ir a cenar.

Estos hombres certifican la vida del pueblo, y cual notarios dan fe de lo que pasa en la plaza.

La ocupación por mucho tiempo de la puerta del casino como lugar privilegiado les otorga una seguridad en sus afirmaciones o proclamas o al menos ellos lo creen así.

Falta poco para la navidad y ha descendido del autobús un niño de nueve años con una bolsa de hule que su madre le cosió llena le libros.

Al verle, los hombres de la puerta del casino han elevado la voz por encima de las tareas del tío Perico y de todos sus clientes para gritarle al niño: ‘’gandul’’, ‘’que no quieres trabajar en el campo’’.

El niño se avergüenza de llevar libros, de pasar por la plaza, de venir de estudiar de fuera del pueblo.

Piensa que todos le están mirando y como nadie dice nada cree que todos los que callan piensan lo mismo.

Los primeros gritos han provocado un chorrito de orina en sus pantalones (que también los ha cosido su madre) y se va corriendo a su casa.

Hace dos meses que no ha visto a sus padres y casi no recuerda su cara. Así se lo ha puesto en una carta que les escribió hace tres semanas.

Cuando entra en su casa y los padres lo besan se pone a llorar y les cuenta lo que ha pasado. Entre todos deciden que no baje más en la plaza y que aproveche una parada que el autobús tiene a la entrada del pueblo.

Años después, cuando el niño se hace mayor y aprende a luchar por sus derechos  comprende como entonces toda la familia calló y optó por cambiar de parada, porque en las dictaduras siempre hay que evitar que se note que existes.

Cuando fue a hacer el servicio militar los amigos que regresaban al terminar ese periodo se lo explicaron bien: ‘’en la mili que no se te note que existes, no sobresalgas nunca ni por demasiado listo ni por demasiado tonto, que no se te note que estás allí’’.

La imagen del autobús en la plaza quedó tan grabada que solo en 2019, más de sesenta años después ha sido posible ponerla sobre papel.

Otros acontecimientos  duros, frustrantes o cargados de violencia ha sido posible llevarlos al territorio del humor, hacer un chiste, a veces macabro con ellos, pero el autobús, la bolsa de hule, los libros, los gritos o los pantalones meados no se borra.

Pasar por la plaza siempre lleva consigo echar una mirada a la puerta del casino.

Todavía hay gente allí dispuestos a hacer acta notarial de la vida cotidiana. Genio y figura.

Se trata de una escena que no consigues borrar de tu memoria. Por deformación profesional siempre has creído que son las escenas traumáticas las que permanecen en la memoria a través de los años, pero la edad te ha ido convenciendo que hay episodios de tu vida, nada extraordinarios en ningún aspecto, que se instalan en tu cabeza y no hay forma humana de borrarlos.

El 23 de febrero de 1981, cuando se produjo el golpe de estado, tuviste que salir de casa de unos amigos donde habías ido a festejar el nacimiento de un niño, parto natural y en casa como estaba mandado entre la gente moderna.

Volviste a casa con tu coche en medio de un gran atasco donde todo el mundo tenía puesta la radio: todos salían hacia lugares más seguros según los análisis hechos deprisa mientras los tanques ocupaban las calles de Valencia y el bando prohibía salir a la calle.

Esa noche tenías previsto cenar alcachofas, y, como buen conocedor de las dictadura en la que habías vivido toda tu vida, pensaste en si los militares que estaban ocupando la ciudad con tanques prohibirían las alcachofas y si alguna de tus conductas temerosas podrían ser consideradas como desacato, una palabra que no dejaban de repetir por la radio los sucesivos bandos de los descerebrados militares.

Un buen amigo psiquiatra y novelista salió a la calle con una botella de coñac invitando  a los soldados  a beber a la vez que preguntaba a todo el mundo si estaba cometiendo el renombrado desacato.

Desde entonces, cuando se habla del 23 de febrero como una fecha importante en la vida de las personas, casi tanto como el día de la muerte de Lady Di, me vienen a la memoria las alcachofas.

En Godelleta, que entonces era fundamentalmente de secano, y en el secano  las cosas siempre se vivían con más pasión, al contrario que en las zonas de huerta, donde el regadío parece que confiere un tono menos violento, menos agresivo.

 En la noche del 23  un grupo de adictos al antiguo régimen y profundamente católicos, echaron mano de las escopetas de caza para empezar ‘’la faena pendiente’’.

Fueron a ver a su referente, su líder natural y, afortunadamente, éste los frenó y les invitó a irse a dormir.

Efectivamente, este líder era una buena persona y a mí me costó mucho entender que un fascista pudiera ser buena persona. Todavía tengo mis dudas.

Tal vez un buen análisis de la situación le hizo pensar que no podía progresar lo de los tanques y el retroceso histórico como se comprobó algo más tarde.

La entrada en la plaza del pueblo quedará de por vida como una conducta de riesgo: el riesgo de verse observado, criticado, fotografiado en una prueba infinita de control social.

Pero los recuerdos no guardan un criterio, una secuencia detrás de otra para lograr ser comprendidos por los demás: aparecen mezclados unos con otros, y son las emociones  más veces que la razón  quien se hace responsable de ese desbarajuste: la comida de casa y la de la tienda en eterna lucha, nunca probaste la mantequilla de tres colores de la misma manera que nunca viste ningún capitulo de Dallas: siempre a contracorriente. Los telegrafistas no tenían navidades  y los que estudian mientras trabajan nunca pueden participar de las orgías que surgían después de cada examen importante los viernes. Siempre con el culo apretado para sobrevivir y mantenerse en las primeras líneas  de combate por un mundo mejor, que peor que este es imposible.

Junto al Ateneo Mercantil en la Plaza del caudillo  ‘’fresas de mis fresares’’ y tu madre te llevaba a ver como los ricos se las comían con nata. Un plátano para el primer día de pascua y una o dos veces al año un bocadillo de calamares de los toneles que sabía a gloria, a exotismo o, como diríamos hoy a viaje de aventura.

Tu padre te lleva a la Feria de Muestras y te sorprendes con la cantidad de papeles que te ofrecen ‘’gratis’’. Que maravilla es Valencia, donde dicen que en la víspera del día de Reyes, las carrozas tiran caramelos gratis para los niños, pero ese día no podemos venir a la ciudad porque hemos venido a ver la Feria de Muestras y no se puede tener todo.

 

 

 

 

 

 

 

 


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