Historia de M.
M. es un muchacho apuesto de 23 años que no tiene nada.
No tiene patrimonio, ni trabajo, ni dinero, ni siquiera una novia.
Vive en una casa entre árboles en la selva del Amazonas, medio casa medio cabaña, con su madre, tres hermanos más y dos niños pequeños de una de las hermanas.
En la casa, por no haber no hay ni luz eléctrica ni agua potable: friegan los platos en el río, lavan en el río, y ellos se lavan a trozos entre cacharros de plástico.
Un cerdo y algunas gallinas pasean los alrededores de la casa en el entorno de vegetación más hermoso que pueda imaginarse.Las únicas posibilidades de trabajo están en una fábrica de carbón vegetal que hay en un poblado cercano, a la que él y los hermanos van de vez en cuando.
No tienen nada, y, cuando les preguntamos si podemos pasar la noche allí, nos dejan espacio para nuestras colchonetas sin ningún problema.
Pero M. tiene dos tíos que son chamanes y curanderos, y viven en la cabaña de al lado.
Los dos tíos chamanes realizan ceremonias con ayahuasca a las que M. se viene apuntando desde los doce años.
M. ha pasado por 39 sesiones alucinógenas y controla perfectamente el ‘viaje’ y los ‘paisajes’: sabe lo que ha de hacer y le saca todo el partido al asunto.
M. se entera de que un extranjero quiere probar las plantas de los dioses y decide apuntarse.
Como toda la gente humilde, M. es tradicional, así que la primera alucinación que se hace siempre consiste en convocar a toda su familia ausente y los pone a todos delante para darles un repasito y ver como se encuentran.
Cuando ya se han terminado las obligaciones familiares, M. se da un ‘gustito’ y se convoca a ‘un grupo de señoritas’ para su satisfacción. En esta ocasión me dice que fueron siete.
Una parada familiar y después como que se va de putas: primero la familia, después el placer.
Aseguran los entendidos y practicantes que la ayahuasca proporciona unas alucinaciones reales y extraordinarias, así que M. se da una fiesterita, a juzgar por las expresiones de su cara (a pesar de ser de noche sin luz), y las contorsiones de su cuerpo: prácticamente como ir de orgía gratis sin tener que desplazarse a la capital que queda un poco lejos.
Cuando, después de cerca de tres horas de trasiego entre familiares y conocidas, aquello empieza a bajar, M. se marca una vomitona, se fuma un cigarrillo, recoge sus cosas y marcha para su cabaña (que está muy cerca de la de su tío) y encima se ofrece a acompañarme porque después de ingerir la ‘purga’ hay graves dificultades para sostenerse de pie.
Al día siguiente, bien temprano se pone la ropa de faena y se va a la fábrica de carbón.
Pd. Espero, querido M. que me perdones haber contado tu historia, pero es tan tierna que no pude contenerme. Desde el cariño y el respeto que me mereces, la dejo acá (como dicen vds.) para compartirla con otras buenas gentes.
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