Húngaros 06.08
Al viajero solitario las iglesias le producen urticaria. Al viajero le interesan las gentes porque las cosas sin importancia de los demás son las que configuran nuestra manera de ser. Porque la mejor manera de conocer lo nuestro es verlo desde fuera, y que casi nada merece la ‘pena’ porque la pena no es buena para nadie (excluyendo, tal ve, a los húngaros).
También le preocupan los europeos de su generación adictos a los imsersos que, no pudiendo con su cuerpo se empeñan en transportar 25 o 30 kilos extras entre barriga y trasero.
Los húngaros son extremadamente educados, corteses al límite: paran el coche cada vez que pones cara de querer cruzar la calle. Nunca hablan alto: cuando oyes hablar fuerte adivinas la presencia de españoles o italianos. Andan lo necesario para tirar la colilla en el cenicero pegado a cada papelera por todas las calles. Ni un papel por las calles. Los bares de jóvenes repletos de gente bebiendo y no oyes la conversación de la mesa de al lado, pero son tristes. Como su historia, como su música: tristes.
Un italiano afincado en Rumanía que recala en mi hotel me comenta que las cosas están cambiando, que durante el comunismo, todavía lo eran mucho más.
Tienen la tasa más alta de suicidios de su entorno y triplican la media europea.
Hasta los ancianos saben algo de ingles. También deben saber ruso pero parecen haberlo borrado del disco duro. Bien lavados y peinados los niños. De mayores pelo corto casi militar: las pocas melenas de adolescentes que se ven denotan una protesta que en España dejó de verse en los 80.
Contestan escueta y educadamente a tus preguntas pero nunca sonríen. Es como si se hubiera instalado una depresión en la ciudad como por orden municipal, como si una nube de melancolía cubriera esta parte del mundo.
Hasta los niños en sus juegos parecen adultos bajitos y tristes.
Les encantan los solariums, que no son sino esa especie de sarcófagos claustrofóbicos donde te metes dentro y te van dando dosis de rayos uva o como se llamen, porque deben estar descontentos con su hermosa y blanca piel.
También les gusta la cerveza y cuando se juntan varios, les sirven una especie de depósito cilíndrico con señales que indican los litros y un grifo en la parte inferior para irse sirviendo: tristes y borrachuzos, pero nunca folloneros.
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Arturo. -