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cuidadokechema

Acné 10.02

 

Fue en este mismo banco, yo estaba leyendo y tú me preguntaste la hora: llevabas reloj y te lo hice saber, dijiste que te gustaba conocer desconocidos mayores, que no importaba que te doblara o triplicara la edad, que había que romper moldes burgueses y la hora era una buena excusa; yo te hice un guiño de aprobación encantado de conocer gente que rompe costumbres ancestrales que incomunican, aíslan, separan, aplazan encuentros en esta existencia mía mediocre, repetitiva, aburrida, solitaria donde el acercamiento a nuevas generaciones (que mal suena esto) se limita a la evolución académica, estado de salud, aficiones poco entendidas de los hijos/as de amigos, limitado en si mismo, estrecho horizonte, embudo comunicativo repetido desde el nacimiento y vuelto a asomar en fechas o acontecimientos extraordinarios: finales de cursos escolares o académicos, cambios de pandilla, aficiones musicales de alto voltaje, ansiedad en fines de semana de espera impaciente, primeras vacaciones separadas. . . Me hiciste ver que era posible otra relación con los adultos diferente, clandestina y por tanto transgresora, subversiva y morbosa, como las que se vienen dando en internet donde nunca se ven las caras y el anonimato da paso a la excitación y al desahogo instantáneo. Me hiciste participar de la atracción que dijiste tener hacia las personas mayores de carnes flácidas y experiencia de vida, te excitaba la madurez y el saber estar de profesores, amigos de tus padres y hasta el hombre del tiempo, que eran sus imágenes tus fantasías masturbatorias; me contaste que te constaba la actividad que algunos mayores habían llevado a cabo en los setenta en los laberintos de las drogas o el sexo libre, que encontrabas en los mayores la experiencia, la ciencia, la paciencia, la conciencia tan contrarias a las personas de tu edad ofuscados en videojuegos, marcas comerciales y mensajes de móviles, que eras consciente de que la única moneda de cambio que tenías era tu cuerpo y lo brindabas sin recato para intercambiar por la madurez añorada, deseada, esperada, aplazada.

Yo fui dándote la razón en todo y tú, entonces propusiste una nueva cita, exenta de prólogos innecesarios, directa al corazón y a las ingles que nos pusiera en disposición de entrar en otra dimensión, otras coordenadas, donde en una tarde  si sale mal lo dejamos y si sale bien repetimos, pudiéramos ir subiendo los peldaños de la vida sin compromisos, ataduras, convenios, reglamentos, promesas, esperanzas; una nueva cita donde prevaleciese el deseo, el instinto, los sentidos, el olor, el tacto, frente a las inhibiciones burguesas transmitidas por generaciones, inventadas en el vaticano y metidas con calzador hasta lo más profundo de nuestras cabecitas; un nuevo encuentro fuera de las leyes de los gobiernos, siempre detrás de las personas y con que arrogancia los gobiernos deciden lo que tenemos que hacer con nuestro cuerpo, sin temor policial por tu minoría de edad, sin nombres ni signos zodiacales, sin estudias o trabajas, libre como los animales (que mal suena), como los pájaros (poético y trillado), pero con todo lo que los humanos hemos aprendido gracias a la escritura , la evolución de las especies y el pulgar en oposición, y yo no sabía qué contestar porque pesaba sobre mi cabeza el agobio gubernamental  de la corrupción de menores corrompidos ni las campañas anti porno infantil hasta los dieciocho y cerré los ojos, respiré profundo  y te respondí sin pensar si nos oía alguien o si me estabas grabando para un programa sensacionalista de televisión:

Si vienes a la cita te llevaré a una pensión , cubriré la cama con pétalos de rosas rojas, pondré velas e incienso, te adornaré con un collar de condones y follaré contigo, después extenderemos mermelada de higos en nuestras ingles y merendaremos juntos; sorprendido de mi mismo, de haber usado mi libertad noté de pronto unos temblores como de parkinson y un sudor intenso que mojó toda mi espalda; cuando nos despedimos yo casi no tenía voz:  no faltes, dijiste, no faltaré, contesté; y sacaste un poco la lengua, te humedeciste los labios, me mandaste un beso lleno de promesas y te fuiste con la tarde y tu mochila mientras una descarga como eléctrica me recorrió de arriba abajo y lloré un poco por dentro.

Al marcharte pensé que necesitaba un espejo para ver si la intensidad de las emociones vividas había dejado huella en mi cara, si se me notaba, si había que restaurar la fachada para volver a integrarme en el  mundo de los vivos, busqué un bar, pedí un coñac, otro, lavabo, espejo, lavarme la cara, pulsar el botón interno de puesta a punto, volver a mi casa, enchufar todo lo que hiciera ruido, cantara o vomitara imágenes, bañera, otro coñac y un ‘dios mío’ que sonaba  en mi interior como un disco rayado.

Los días que siguieron fueron casi normales en el horario laboral y de preparativos por las tardes: quién me mandaría a mí, la educación cristiana, el inconsciente, el control social y a la vez preparando compras para la cita,  poniéndolas todas en una bolsa comercial como si se tratara de un picnic para una excursión al más allá.

Esperé, esperaste el día con la impaciencia que no había, habías sentido desde la adolescencia, atropellando objetos, inquieto en cualquier rincón, obedeciendo, tal vez, a subidones hormonales ya olvidados: paseé, paseaste por la salida del instituto próximo a casa para terminar de entenderlo, para ver los empujones o los mensajes electrónicos que intercambiabais, para creértelo y otra vez el quién me mandaría a mí y el dios mío y los temblores; recordé, recordaste un debate en la radio sobre la edad de consentimiento sexual y el interés de los gobiernos por regular los impulsos del personal: aquel oyente que llamó por teléfono y para proponer el criterio de peso: si el o la joven sobrepasaba los cincuenta kilos ya podía hacerlo: le cortaron por pervertido echando mano de las últimas noticias que alertaban del sobrepeso de nuestros niños con respecto al resto de Europa.

Preparé, preparaste la cita con meticulosidad religiosa: cuidando los detalles: saboreando cada objeto o momento relacionado con la cita: reservé, reservaste habitación en un hotelito de confianza: utilizaríais un taxi evitando el inevitable encuentro con alguien conocido que siempre asoma en los momentos inoportunos estropeándolo todo, forzándome, forzándote a buscar explicaciones inexplicables: sin poder dormir por las noches en un torbellino de sueños, realidades, deseos, temores sociales, excitación sexual casi adolescente y una gama de pensamientos diversos  y contradictorios en una actividad mental excesiva ya olvidada por años de rutina.

Llegué, llegaste a la cita con los ingredientes en la mochila, unas décimas de fiebre y ese temblor de manos que cambiaba la intensidad pero no desaparecía del todo: esperé, esperaste en este mismo banco inventando excusas para los posibles encuentros no deseados y no vino nadie: no acudió  a la cita: esperé, esperaste hasta el anochecer, cuando ya  se habían ido los temblores, el sudor inoportuno y la fiebre: encendí, encendiste un cigarrillo y sin saber cómo, tiré, tiraste la mochila a un contenedor mientras volví, volvías a casa como un sonámbulo.

Una vez en soledad y con la seguridad que dan el entorno conocido, pensé, pensaste  en lo que pudo haber sido y no fue, que tal vez era lo mejor, que, a pesar del fracaso se trataba de una experiencia enriquecedora tal y como habías aprendido en cursos de autoestima, adornando la bajada con que soy, era un ser despreciable y afortunado,  mezquino y fantástico.

Busqué, buscaste un spray negro de repintar el coche y una pared sin cuadros: sin saber porqué, como en las coplas escribí, escribiste con grandes letras: La perla es una enfermedad de la ostra, la espina una necesidad de la rosa.

Dormí, dormiste profundamente un rato y al despertar se te ocurrió llamar a unos amigos muy cercanos y preguntarles por sus hijos adolescentes: cosas intrascendentes: los avances escolares, los amigos que frecuentan, los estados de salud.

 

Chema: 10.02

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