El estrecho 03,10
Pasar el Estrecho de Gibraltar en barco en circunstancias poco favorables (borrasca, lluvias constantes a uno y otro lado y un oleaje regularcito), es algo que en las numerosas veces que he pasado nunca había vivido.
En una gasolinera de Estepona pregunto a unos vendedores de pasajes y me dicen que no salen barcos para Tánger, que solo para Ceuta.
Cuando llego al puerto de Algeciras me comunican que si que salen, pero que me de prisa porque hay uno a punto.
Las innumerables señales que adornan uno de los puertos más importantes del Mediterráneo parece que las han sembrado a voleo y con la cortina de agua que cae es de premio encontrar el lugar del embarque.
Después de darme una vuelta por una zona en obras (y en baches llenitos de agua), de enviarme de nuevo a la ciudad y de volver a entrar, al fin encuentro el barco que está ‘a punto de salir’: dos o tres centenares de coches y furgonetas perfectamente en filas para embarcar.
Sigue lloviendo y no sale ningún barco. Ningún policía (con supuesta oposición para el cargo), ni miembros de compañía alguna sale a decir nada porque llueve y en Algeciras, cuando llueve no se moja nadie en ningún sentido.
Lo que a las 10 de la mañana había que darse prisa, se vislumbra a las 4 de la tarde en un embarque caótico donde cada cual va empujando para ser el primero sin que nadie de uniforme indique nada (siguen sin mojarse).
Ya se me había advertido que solo salían los barcos ‘lentos’ que el tiempo no dejaba a los rápidos, pero aquello era lento en todos los sentidos.
Los pasajeros, con muy pocos extranjeros, se componían principalmente de varones entre 20 y 50 años marroquís residentes en Francia o España, que nada más entrar y pisar la moqueta, les debió reflejar el recuerdo y la añoranza de las alfombras caseras, y, despreciando los asientos casi cómodos de que dispone la compañía, se tumban casi todos en el suelo transformando el formato que se nos vende de ‘crucero’ en un campamento de refugiados. Naturalmente todos se descalzan que para eso casi están en casa, en una especie de actitud que camina entre la nostalgia y la transgresión, como siguiendo las instrucciones de aquel guardia civil el 23-F.: ‘todos al suelo’.
Lo que a veces resuelves en dos o tres horitas esta vez duró 13, porque al llegar a Tánger hay un valor añadido: los impresos para declarar la entrada del coche no están a la libre disposición de los ciudadanos sino en manos de unos oriundos del lugar que te lo rellenan por una módica cantidad (de euros, claro). La policía esta vez me hace subir a ver al jefe y es que en el pasaporte que llevo no figura ninguna otra entrada en el país, y así hasta el infinito.
Dice J.L. Sampedro que el mundo se vive en las fronteras. En este caso, la sensación de tercer mundo se tiene bastante antes de llegar a él. Hacia abajo y tan cerquita que no parece verdad.
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