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cuidadokechema

Bahía Blanca 10.10

Con once horas de bus desde B. Aires se llega a Bahía Blanca. La cosa tarda tanto no porque sea larga la distancia (680 km.) sino porque la carretera es como es y el chofer ‘maneja’ muy prudente.

Ni tan cerca como Mar del Plata donde bajan en dos horitas todos los porteños (que pueden) a veranear, ni tan lejos como Península Valdés, donde los turistas van a incordiar a las pobres ballenas y otras especies. Y así está, a mitad de camino de algo.

Vive de espaldas al mar, que tiene a tan solo siete kilómetros y el bus tarda una hora (es que da muchas vueltas, me dicen). Y por si fuera poco, el hotelero me dice que las playas decentes están a ciento veinte kilómetros. Kago yo akí?

Mi padre que era un campesino sabio decía que viajando se aprende ‘mundología’ que debe ser un saber de los que no dan de comer.

Pues el viajero solitario cree que llegar hasta aquí solo ha sido por acumular créditos de mundología.

Y además es bonita: edificios coloniales, provinciana pero al estilo argentino: hasta los mendigos visten de diseño.

Al igual que en Godelleta  que cuando tocó la lotería que la gente se hizo casas nuevas y apuró los centímetros que podía sacar los balcones a la calle sin pensar que un día cualquier camión se llevaría un balcón al girar en una esquina, en esta ciudad, cuando descubrieron la publicidad pusieron unos carteles que, saliendo del establecimiento en cuestión, casi alcanzan  la acera de enfrente, por lo que en días de viento fuerte debe ser un peligro pasear por la calle, en un país donde hace poco una estatua cayó desde su pedestal matando a una niña que jugaba en el parque.

Cuando voy a pagar en un bar, observo que el dueño (que se dedica en exclusiva a controlar la caja), tiene un panel de metracrilato con todas las mesas numeradas y un clavo saliente de cada numero de mesa, donde mete y saca las notas de las camareras, pero hay en ese acto administrativo un morbo añadido que no puede por menos que sorprenderme: cada vez que mete o saca una nota se excita,  pone cara de placer, de morbo añadido: he decidido bautizarle como ‘el psicópata del metracrilato’.

Debe ser un negocio heredado, como cuando los burgueses valencianos le montaban una boutique a la niña que no daba de sí en la universidad.

 Pobrecito, los años que le deben quedar con el mete-saca.

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